«La Medi» y yo nos miramos a los ojos sin mediar palabra, pero diciéndonoslo todo. Era octubre. Tuvimos que esperar hasta abril porque, egoístas y extranjeras estudiantes en Madrid, nuestra casa nos llamaba el primer fin de semana de cada mes. En abril no fue así.
«Pato» y otra compañera ya lo habían probado. Como en todas partes, había de todo. De vez en cuando, podías llevarte un impacto, o un susto, o vete tú a saber qué. Yo estaba –y perdonad la expresión- acojonada: no sabía si me iba a poner a llorar o me iban a dar ganas de salir corriendo de repente. Era viernes.
Y como era viernes, «La Medi», «Pato», otra amiga y yo decidimos salir a los Bajos de Argüelles (sorprendentemente, porque a ninguna de ellas les agrada demasiado el ambiente). La cosa es que terminamos por dividirnos, acabamos no muy sobrias y las ocho y cuarto de la mañana se nos pasaron. ¡Se nos pasaron! Y nos dormimos. No sé cómo, pero al final acabamos en el comedor social, con la boca empastada por el vino y los ojos pegados por el rímel. Creo que me vino incluso bien para poder afrontar mejor lo que se me venía encima.
«Pato» y yo nos encargábamos del azúcar. Eran cinco turnos. El primero de ellos empezó a entrar. En su mayoría, todos eran hombres. Su mirada lasciva no se dirigía a nosotras, si no a la comida, al desayuno: pan, mermelada, café, cola cao, cruasanes, bocadillos, yogures, fruta, bollería… La verdad, otra cosa no, pero ese día desayunaron mejor que yo. Y lo cierto es que no me importaría que fuera así todos los días.
Ninguno bajaba de los treinta, eso sí. Algunos eran inmigrantes, pero no todos. Las mujeres escaseaban. Pero una me llamó la atención. Era rubia, con el pelo y la ropa bien cuidados y la mirada cabizbaja escondiendo su cara. No sé si pretendía esconder algo más. Yo, con la mano tonta de sujetar el perol del azúcar, al principio medio muda y al final con mi mejor sonrisa, intentaba enfrentarme a los desconocidos que te perseguían con la mirada en busca de más comida. Para algunos, probablemente fuera la única del día. Me sentí como si estuviera haciendo la labor más maravillosa de mi vida, aunque no llego a alcanzar por qué algunos se encaraban y lanzaban puñales verbales que me cortaban las cuerdas vocales. Supongo que la calle, otra cosa no, pero enrudece el carácter de muchos.
Una mujercilla, no más alta que una mesa camilla, me miró furiosa mientras le echaba el azúcar en una servilleta que posteriormente echaría en una bolsita de plástico. Farfullaba y yo me sentí maldecida. Su mirada también daba miedo. El de enfrente, hablaba efusivamente de política con el desconocido de al lado. Dos marroquíes nos perseguían con la mirada y la sonrisa. Y un hombrecillo, me dijo que no necesitaba azúcar porque la vida ya era demasiado dulce. Una portentosa cita pronunciada en los labios de alguien como él. Al final se arrepintió y acabó llamándome para que le endulzara el café.
Y allí, con la resaca, el brazo atontado y la sonrisilla me debatía yo entre un duelo que va desde la compasión al yo no sé cómo explicar porque me sentía útil e inútil a la vez. En frente de una conocida discoteca madrileña, una cola de gente que vive a ras del suelo, formaba una heterogénea oruga mañanera con ganas de desayunar.
Me sentí completamente inútil.
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